miércoles, 13 de noviembre de 2013

Relaciones inocentes

Alf había cogido la rubeola. Órdenes severas de no acercarse a su puerta. Como prohibir a un sordo ser duro de oreja. ¡no poder oír la voz de Alf durante todo el día, que privación para mi!
El programa de casa se desarrollaba como de costumbre. Mamá había salido y sabiendo que Erna se ocupaba de la lavandería como todos los lunes del calendario, me colé por la tarde en la habitación de Alf.
-¡pequeña boba! gruño, como encantado de verme. Te voy a contagiar.
-¡que le vamos a hacer! Me pasarás tu enfermedad. Prefiero la rubeola a la soledad.
La expresión se me había escapado a pesar mío y fue seguida de un silencio un poco incómodo.
Bromeé:
-Te quedan muy bien esas manchas rosas, Alf.
Sentí que me ruborizaba como si yo también tuviese la rubeola. ¡había mentido! Alf estaba irreconocible y desfigurado por los rosetones.
-¡Vuelve mañana Riri!
-¡Adiós Alf!
Me recuerda:
-¡Cuidado! Te encargo que me cojas en la biblioteca de "Madame Neron" uno de los libros proscritos. ¡Y deprisa antes de que los esbirros se pillen aquí!
Los libros prohibidos que deseaba Alf tenían títulos extraños: "Historia de mi vida" de Casanova, "Sexo y Carácter" de Otto Weininger, "Justine o los infortunios de la virtud", del marqués de Sade, etc.
Había que ser un ladrón profesional para poder procurarse uno de estos volúmenes bajo llave. Pero por el amor a Alf, nada me parecía demasiado atrevido.
Algunos días después yo también llevaba el camisón rojo de la rubeola. Ahora me tocaba ser la prisionera y Alf me visitaba. Me traía bolsas enteras de garrapiñada envueltas en papel de plata de las mejores marcas: Marquis y Suchard.
No me preocupaba mucho el origen de la fortuna de Alf, simplemente lo aceptaba. Trepaba por el alicatado de la calefacción hasta el tercer piso en donde estaba mi habitación. Cerca del techo, abría el conducto y metía el paquete. Como la calefacción nunca estaba encendida, nos servía de escondrijo.
-¡Ante todo mucho cuidado, Riri! ¡Cuidado con los guardianes! No vayan a cogerte cuando vas a por las provisiones.
-Ya lo sabes Alf, aunque me sorprendan, nunca te delatare.
-¡De eso nada pequeña, yo soy un hombre y nunca aceptaría que arriesgases tu pellejo por mi! Simplemente ten cuidado. Es mejor prevenir que lamentar.
De nuevo enferma, recibí una tarde la visita imprevista de Bettina, que me traía los deberes de la semana pasada para que pudiese copiarlos y no me quedase atrasada.
Erna estaba sacando brillo a la plata, así que disponíamos de mucho tiempo sin aguafiestas para nosotras.
A partir de las cuatro, corría a la puerta a cada timbrazo para comprobar si Alf había vuelto del colegio. Estaba impaciente por presentarle a mi amiga y compartir con el mi entusiasmo.
Pero cuando entra, se queda en el umbral de la puerta, paralizado ante tanto pelo rubio.
Bettina, por su parte, permanece igualmente inmóvil, sumergida en la profundidade vileta de los ojos de Alf. Los dos niños parecía conectarse por medio de antenas y una corriente eléctrica se estableció entre ellos. Las ondas de un violento sentimiento recorrieron la habitación y yo recibí un golpe directo al corazón. No me veían, me olvidaron. Se transformaron en personajes importante, mucho mayores que yo.
Experimenté el mismo vértigo que el día en que por primera vez me subí a las montañas rusas de una verbena.
Luego, los dos se ruborizaron muchísimo. Alf, sobre todo, se había cubierto de un velo carmesí.
Me recorrió un escalofrío de dolor. Estaba como electrocutada por los celos: paralizada, tembrolosa, quemada por dentro y por fuera.
Fue entonces cuando una mirada indescriptible de Alf, una mirada de súplica hizo fundirse el plomo de mi resistencia.
Yo había leído en una novela de Adalbert Sitfter que un flechazo había dejado ciega a una niña y, algún tiempo después, un relámpago caído sobre un molino de trigo en donde la niña de había refugiado de la tempestad le había vuelto de nuevo a la vida.
Esta mirada de mendigo suplicante de amor abrió los barrotes de mi corazón. Entonces ya no sólo quería compartir con Alf, sino ceder, hacerle el don absoluto de mi amiga. Se produjo en mi una transferencia absoluta.
Durante los largos meses que siguieron a esta primera visita me convertí en el cochero del amor de los dos niños.
Llevaba a Bettina flores disecadas por Alf en un herbario de fortuna: jacintos y orquídeas salvajes del Jardín Botánico, vierges d´onze heures, guantes de Nuestra Señora, tomillo y plumas de la novia, lirios y magnolias. Luego le seguirían las mariposas que mi hermano decía haber cazado y preparado él mismo. Puede que consiguiese coger incluso una queue d áronde, un oeil de paon o una vanesa de los cardos, pero en cuando a los nocturnos, la mariposas de la noche, debió de cazarlas en sueños, en redadas imaginarias.
Yo supongo que compró estas preciosidades en tiendas especializadas porque era incapaz de matar coleópteros y ante de rociar sus cabezas con un producto químico para adelantar su muerte el prefería ponerlas en libertad.
Y lo mismo con los escarabazos cobrizos e irisados de pesados cuerpos. La agonía de un animal ponía a Alf fuera de sí. Estos pequeños regalos de la naturaleza eran acompañados habitualmente de rimas más o menos felices que a Bettina parecían gustarle particularmente.
No conseguíamos sacias nuestro ojos de los ricos colores de las mariposas, recitábamos los versos de memoria, las flores secas halagaban nuestro olfato con sus aromas narcóticos. Los sentidos cautivos de placer que Alf alimentaba infatigablemente, no encontrábamos otro tema de conversación que mi hermano, caballero sin miedo y sin reproche, que arriesgaba todo para procurar joyas efímeras a su elegida.
Desde el comienzo de esta relación inocente hasta su prematuro fin, el instinto aconsejó a Bettina a ocultar a su madre su primer amor.

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