miércoles, 30 de octubre de 2013

El diente de leche

Uno de mis más antiguos recuerdos se remonta a mis seis años. Hacía algunos días que me dejaban volver sola del colegio. Primero, mi madre había "cronometrado" conmigo el tiempo necesario para realizar el recorrido de vuelta. Lo había hecho a toda prisa, arrastrándome tras ella. "Seis minutos y medio", fue lo que determinó.
Se trataba, a partir de ese momento para mi, de igualar ese tiempo record todos los días, en cualquier circunstancia, lloviese o tronase. Como una bestia acorralada, el corazón fustigado por el miedo, me iba a toda prisa hacia la salida del colegio, sin pararme a abrochar mi bolso, ni cerrar mi abrigo, mirando de reojo a las otras niñas que podían charlar a su gusto de camino al colegio. Me estaba rigurosamente prohibida cualquier cháchara con ellas, corría como una flecha por el pasillo, empujando a los que tenían menos prisa que yo, en la gran calle ribeteada por edificios grises, una calle sin alegría y sin esperanza.
Para acortar el camino, lo había dividido mentalmente en varias etapas. Esto lo hacía más llevadero. A medio camino, estaba la charcutería Uhde, cuyo escaparate se adornaba con el busto  de nuestro difunto rey, modelado en manteca de cerdo.
Un poco más adelante, el mismo monarca reinaba en la confitería de Goetz, en forma de helado, y, como era el postre favorito de los buenos patriotas podíamos pedirlo con diferentes sabores: vainilla, café o frambuesa.
A partir de la taberna de Michaelis, cuyos clientes borrachos acostumbraban a acribillarse a cuchilladas los sábados y domingos por la tarde, sólo me faltaban dos minutos para llegar a la casa paterna.
Boum! clamaba el reloj de la iglesia de Santa Ana, allí al lado. Y apenas había llegado al busto de manteca. Todo mi cuerpo tiembla a su compás. ¡Las cuatro y cuarto! El terror me helaba la sangre. Me dolía la barriga. ¡Otra vez con retraso! Dado que mi madre, al calcular el tiempo, había omitido cualquier factor debido al azar podías, por ejemplo, no encontrar tu boina en el vestuario. Podías detenerte, seducida por el fluido de una camarada de clase, y olisquearla como hacen los cachorros. ¡Fíjate, sonríe! Los chavales intercambian sus sonrisas como si fuesen tarjetas de visita. Así se forjan las amistades. Una pequeña amiga, otra niña, una aliada contra todos los que tienen más de seis años y que han renegado de sus primeros sueños.
Si incluso la calle ofrecía siempre un nuevo espectáculo. Un caballo cae, una nube extraordinaria pasa, el organillo de un ciego que te obsesiona con su estribillo sentimental. El niño se detiene, se retrasa, olvida su cometido...en fin hay circunstancias atenuantes para un retraso de tres minutos. ¡Pero no para mi madre! Me había recibido ya tres veces con la fusta en la mano. Entusiasmada con mi retraso, intento inculcarme a la fuerza la noción del tiempo. Al día siguiente, las magulladuras me impedían permanecer quieta en el banco del colegio. Mi hermano Alfred forraba sus pantalones con una capa de guata. Es lo que tendría que haber hecho yo también.
Ese día pasé tanto dolor que no paré de moverme en mi silla para encontrar una posición soportable. La profesora me riñó:
-¡Quieres estarte quieta Clarisse!
¿Cómo iba a explicarle mi martirio? toda la clase se moriría de risa. ¡Que humillación! Al final de la clase, la Señorita me llama:
-Mi niña, debes aprender a dominarte. Ya conoces la obligación: estarse derecha y quieta como un soldado de plomo. ¿Comprendido?
-Si señorita.
El miedo me daba vértigo ya que durante esta algarada, el tiempo, el tiempo pasaba. Tres minutos de retraso. Me precipitaba a la calle. Empapada en sudor, frenética, vacilante, subía los escalones de nuestra casa. Desde el rellano, una mano, tan terrible como la zarpa de una ave de presa, me agarra, me arrastra al vestíbulo y me lanza al salón. El gran rubí tallado en aristas cortantes, brillaba en el puño levantado de mi madre.
Cruzaba los brazos ante mi cara, como dos parachoques minúsculos: un gesto de defensa común de todos los niños maltratados. Estoicamente, apretaba los labios por que gritar estaba prohibido. Una nube roja, cada vez más roja, me envolvía. Me hundía sobre la alfombra de Esmirna, toda manchada de rosas púrpura, erizada de espinas. Me agarraba a la lana, pero las matas de zarzas arañaban mis rodillas desnudas. Me arañaban arrecifes de coral. Pesadas granadas caían sobre mi cabeza y se abrían. Su carne roja me salpicaba, chorreaba por mis mejillas, en mi boca. Probaba a escupir las pepitas, tragar y volver a escupir. El gusto insulso y agrio me provocaba náuseas. Orquídeas de sangre con inquietantes formas me abrazaban. Mariposas brillantes, esfinges y volcanes, como los que había admirado en verano en la montaña, se posaban sobre mis párpados cerrados. Y de lejos, como a través de una espesa niebla, la voz escarlata de mi madre me acosaba:
-¿Quieres mirarme a la cara, bicho repelente, y decirme por qué has vuelto con tres minutos de retraso?
-Yo....
Imposible articular palabra. Un líquido espeso y levemente azucarado me llenaba la boca. Una piedra sobre mi lengua me impedía hablar.
-¡Oh mala furcia! ¡Hay que ver como ensució mi bonita alfombra! Menos mal que la sangre no se verá sobre el fondo rojo. Fíjate la asquerosidad que has hecho, pequeño monstruo!
Sumisa, intenté alzar los ojos, pero estaba casi ciega. Tras mi frente se había desencadenado un huracán, mi cerebro estaba en ebullición. La sangre salpicaba desde mi nariz.
- ¿Pero vas a utilizar tu pañuelo de una vez? gritaba mi madre. ¡Vamos, fuera, al cuarto de baño! Ya verás lo que te pasará si ensucias el pasillo. ¡Y después, directamente a la cama, sin cenar. Ese será tu castigo! ¡Fuera!
Me arrastré hasta el cuarto de baño e incliné la cabeza sobre el lavabo. Por fin, sola, pude abrir la boca y escupir la sangre coagulada. Lo que me había parecido una piedra, era uno de mis dientes de leche.
El agua fría refrescaba mi frente que ardía. Las alucinaciones rojas se evaporan. La sangre deja de chorrear. Aturdida observé como caían las últimas gotas. Luego, cuando me erguí frente al espejo, hice un movimiento de rechazo. Conocía bien mi rostro. A veces, por curiosidad o coquetería instintiva me acercaba al espejo. Esta nueva máscara grotesca que me miraba ahora no era yo. ¿Quien era entonces la del espejo? ¿Que payaso, que personaje de carnaval me escudriñaba así?
- Clarisse, susurraba, pegada contra el cristal ¿eres tú?
Los labios y la imagen dibujaban mi nombre, como si una piedra fuese lanzada en esta especie de charco vertical dibujando surcos. Si, la boca que tenía frente a mi me contestaba con un eco mudo:¡ Clarisse!
Pero yo no quería identificarme con esa caricatura, no quería tener nada que ver con ese ojo a la funerala, esa nariz hinchada y manchada de sangre, este labio rasgado, esos ojos hinchados por las lágrimas, y sobre todo, con mi pelambrera pelirroja toda enmarañada.
Lancé un grito, asustándome a mi misma. Temblorosa, fui sobre la punta de los pies hasta la puerta y escuche: no había nadie en el pasillo. Escondiendo con cuidado mi cara, como una fruta aplastada, en mi pañuelo, me colé en la cocina. Oranie, la gorda cocinera era mi única amiga.
-¡O-ra-nie, O-ra-nie, no tengo cara!
-¡Dios Mío! ¡Mi cariño! ¿que te ha hecho ahora esta bruja?
-No...sé. No hay por que hablar así de mama!
Iba al colegio desde hacía demasiado como para poder comparar mi vida con la de los otros niños. Hasta ese momento siempre creí que los niños sólo venían al mundo para ser molidos a palos por sus padres.
Oranie espiaba a través de la puerta:
-Mañana ya no se notará, mi pajarillo. Sal pronto, si te encuentra en mi terreno volverá a empezar. Ya lo sabes: prohibido absolutamente ir a la cocina. Tiene miedo a que le vaya con chismes a las vecinas.
Poco después, estaba acostada en mi cama, tiesa como un soldado de plomo, las manos en posición de firmes, según la consigna.
Luego me hundí en un sueño profundo a pesar de que sólo eran las cinco de la tardeLa tristeza me había agotado.
Soñaba con una tarta de manzana grande como nuestra casa. Mi cama, mis orejas, eran de nata montada. Se come bien en sueños, demasiado incluso. Porque hacia medianoche me desperté con un insoportable malestar y violentos dolores de cabeza. Incapaz de abrir los ojos, me dirigí, apalpando, como un ciego, hacia el lavabo. Era parte de un lujurioso servicio de porcelana, decorado con nenúfares, con ribetes dorados, que me habían prohibido utilizar. Vomité mi sueño, mi pena, mis seis años. Y cuando ya no me quedó nada, tuve hambre, un apetito feroz. A menudo, cuando me mandaban a la cama sin cenar, el hambre me atormentaba a mitad de la noche. Y al hambre se unía el miedo. El miedo se alimentaba del hambre. Cuanto más deseaba un trozo de pan mayor se hacía mi miedo. Esa angustia, ese terror del niño que se siente solo en medio de la gran noche fría. Miedo de la oscuridad, miedo a derramar más lágrimas. Miedo de que papá pudiese morir, él, que por su parte, también temía a mamá. Miedo de un incendio.  Miedo de los ladrones. Miedo de ese abismo que mi diente arrancado, había dejado en mi boca. Miedo de esos muebles blancos y hostiles que únicamente estaban en mi habitación para decorarla, estaba prohibido sentarse. Miedo de los ruidos y de los silencios. Miedo de lo real y de lo irreal. Miedo de eso que los mayores llaman la vida. Un miedo que era más grande que yo, más grande que la habitación, más grande que el espacio que rodeaba la casa, más grande que el tiempo -ese tiempo con el que la noche estancaba mi infancia y la envolvía de eternidad.
Y no podía llamar a nadie. Por la noche estaba prohibido llamar e incluso ponerse enfermo. Las enfermedades sólo existen en la imaginación, aseguraba mamá. Y sin embargo, muchas noches, privada de pan y de amor, con el riesgo de no recibir como respuesta otra cosa que golpes, llamé, grité y aulle! Estaba demasiado sola. Que vengan los golpes, con tal de que alguien se ocupe de mi. A la necesidad de comida se unían la necesidad de cariño, la sed ardiente de una palabra cariñosa, como las que se dicen a los perros sarnosos. Sólo sentía un irrefrenable deseo de dos brazos que me atrayesen hacia ellos y me acariciasen.
Gritaba, y me aterrorizaba mi grito. Era un grito de rebeldía contra la rigidez inexorable, contra el ritmo impenitente de esta casa. Tiritaba. Incluso bajo las mantas donde me acurrucaba, me alcanzaba ese temor atávico al castigo. Los niños estábamos tan bien entrenados para hacernos los muertos que la mínima manifestación de nuestra personalidad nos parecía una reivindicación insolente.
¡Ah, podía gritar sin miedo! ¿Quién me habría escuchado? Al lado de mi habitación estaba el pequeño y tenebroso salón, todo de ébano, lleno de estanterías con adornos contorneados al estilo de 1900. Bajo las fundas de algodón del canapé y de los sillones aparecían las borlas de peluche que Erna tenia que desempolvar todas las mañanas a las seis y cuarto. Las cortinas de brocado, siempre herméticamente corridas, desterraban el aire y la luz, la naturaleza, todo lo que fuera vivo y verdadero. Incluso la mar había sido domesticada y allí yacía, bajo la forma de una enorme concha, sobre la consola del espejo. Cuantas veces apreté contra mi oreja esta concha llamada "Oreja de Venus", para, sin saberlo, evadirme del calabozo de mi infancia hacia los originales abismos oceánicos!
Si, podía gemir sin riesgo alguno. Me sepulté bajo las mantas, hice una mordaza con una esquina de la tela y me lo introduje en la boca para ahogar mis sollozos. Odiaba mi debilidad y mi impotencia. Sólo tenía seis años; sin embargo presentía oscuramente la injusticia de todo esto. De pronto, mi cama estuvo tan mojada que tuve que moverme de lugar para encontrar un sitio seco. Yo no gritaba, aullaba. Luego, cuando me flaqueaban las fuerzas, balbucía: Dios...Dios...
Ahora, podía llamarla sin miedo de ser castigada. Ya que nos estaba rigurosamente prohibido rezar. Alfred decía: "Mama tiene miedo de que la acusemos a Dios.".
Bajo las mantas, me retorcía las manos para hacerlas chasquear:
"Querido Dios" Ayúdame aunque no vaya a catequesis porque mamá dice que somos librepensadores. Oranie dice que eres todopoderoso. ¡Ayúdame entonces! Soy tan, tan desgraciada...
Me callé repentinamente. Un mirlo había comenzado su oración matutina, él también, en uno de los jardines de alrededor. Cantaba a voz en grito, y de repente sentí que no estaba sola. ¡Que pájaro heroico, tan pequeño y más valiente que yo! No se quejaba, a pesar de haber estado expuesto toda la noche al peligro de los búhos y de los gatos, no se apiadaba de si mismo. Perseguido día y noche por los niños y por los animales, cantaba, cantaba siempre. Este pensamiento me consoló, me fortificó..