viernes, 15 de noviembre de 2013

la paloma envenenada

A hurtadillas, dábamos de comer a las palomas que venían a picotear al balcón de Alf. Sin que nos viesen, les echábamos migas de pan. Uno montaba guardia en la puerta mientra el otro atraía a los pájaros. Luego teníamos cuidado de limpiar bien el balcón para que las huellas de nuestros huéspedes no nos delatasen.
Las palomas pertenecían al palomar real vecino. Llevana en la pata derecha una banda de oro y eran tan familiares como si fuésemos nosotros los que las habían soltado. La mayoría comían de nuestra mano. Cada vez que nos picoteaban en nuestra palma abierta sentíamos el voluptuoso contacto de su cabeza de peluche como una caricia exquisita.
¡Qué felicidad! Tener al fin el derecho de amar a un ser vivo, encariñarnos con pequeños seres vivos que nos otorgaban su confianza y su amistad. Ya no envidiábamos a los compañeros de clase porque arrastraban a un perro de su correa. Las palomas nos pertenecían; Su mullido plumaje, su arrullo, el murmullo de sus alas, las coreografías que dibujaban en el espacio, todo esto era nuestro. Claro que este amorío secreto fue considerado culpable a los ojos de mamá, porque nos distraían de nuestro trabajo y además le ensuciaban el balcón.
Mientras trabajábamos o hacíamos nuestras tareas venían a picotear a la ventana. Para engullar más rápido, se posaban en nuestros dedos. A veces intentábamos retenerlas pro sus patas de rojo coral. No nos dejaban sucumbir ni por un momento a esta tentación tan natural: poser, aunque fuese por un segundo, una criatura cálida y palpitante en la que late un corazón. Su familiaridad no disminuía.
No, no estábamos solos. Una docena de palomas nos unía al cielo, a la naturaleza, a los horizontes lejanos.
Mientra que nuestro pájaron volaban hacia destinos desconocidos nosotros las observábamos con nostalgia.
Alf pegaba su nariz al cristal y suspiraba:
-¡Tengo cada día el mismo sueño! me salen alas y vuelo hacia un país en el que no existen guardias que me vigilan...Mira, Riri, ahí viene el patituerto!
El patituerto era nuestro favorito. Nos daba lástima porque le faltaba una pata. Las otras palomas exasperadas por su debilidad y cojera la acosaban sen cesar con la crueldad propia del género de los pájaros.
Nosotros comprendíamos demasiado bien lo que significaba seLe ciel volér maltratado. Por esto mimábamos a la patituerta de manera especial. Ella adivinaba nuestra compasión, y venía cada vez más a menudo, se acurrucaba como una bola en una esquina del balcón como poniéndose bajo nuestra protección. Nos miraba con insistencia con esa seriedad tan extraña y esa máscara fija que ponen los animales al no saber reir.
Una mañana, al volver del colegio, escontramos a nuestra favorita extendida y rígida, muerta delante de la ventana, tendiendo el anillo de oro de su unica pata. Sobre el balcón había semillas desparramadas por todas partes que eran -pudimos comprobarlo- semillas de cebada envenenadas.
-Palomita, murmura Alf. De deus enormos ojos violetas goteaban lágrimas como de rocío.
Cogí a la paloma, y de vuelta a la habitación la cubrí de besos. Su plumaje se caló tan pronto con mis lágrimas que ya sólo era un paquete minúsculo, todo apelmazado.
-Hay un cuento en el que se ve salir fuera de una tumba una mano maldita, dijo Alf.
Con la furia, su voz había tomado un acento grave y varonil.  Con la mano, barre violentamente las semillas que quedaban en el balcón para que, al menos, el resto de las palomas pudieran salvarse.
Luego me tomó por la barbilla y me volvió la cabeza. Del iris violeta de sus ojos sólo se veía un fino círculo encuadrando su negra pupila, dilatada por el odio.
-No llores más, hermanita. Vamos a enterrarla.
La perspectiva de esta romática ceremonia me consoló ligeramente.
-¿pero dónde Alf?
-En el cementerio, donde va a ser! No está lejos. ¿que haces hoy a las tres?
-Tengo mi clase de manualidades.
-Le dirás a la profesora que no te encuentras bien y pides permiso para volver a casa. Yo también faltaré a clase, y le haremos a la patituerta un bonito enterramiento.
A las tres, un tranvía nos llevó al cementerio Saint-Jean.
-¿Es que eres rico, Alf? dije, sorprendida, viéndole entregar un billete grande para el cambio. Si es así, podríamos marcharnos, irnos muy lejos, en donde "Madame Neron" no nos encuentre!
-¡inocente! Alf se echa a reir. No sabes lo que es la vida.
¡La vida! ¿Qué podía significar esa incónita que los mayores llamaban la vida?
Alf  llevaba con cuidado en una caja de zapatos, anudada con un lazo roza, el cadáver de la paloma.
-¡Que lástima que Bettina no esté con nosotros! suspiró Alf.
¡Que Gólgota tan pintoresco el cementerio Saint-Jean! Un osario no plantado de olivos ni cipreses sino de sauces llorones, olmos y álamos. D´un fouillis  d´orties surgissaient des onagres et des fritillaires impériales.En verano el lugar exhalaba un olor fuerte y ácido. En otoño, matas de dalias, d´asters y crisantemos brotaban con tanta lujuria que parecía que se alimentaban del jugo de los cadáveres.
La putrefacción humana parecía redoblar como si fuese pasto la fecundidad del suelo.
Los sauces llorones se desparramaban majestuosamente sobre las vetustas tumbas. Los raíces habían movido las piedras. A través de las lápidas de mármol, quebradas y entrelazadas por robustas hiedras, en medio de tibias y de cráneos, improvisadas ante la tardanza del juicio final, los niños corrían de aquí para allá.Sus ruidosos juegos perturbaron por un instante el silencio de la necrópolis y el murmullo obsesivo de las letanías, ya que se estaba celebrando un entierro en la parte oeste del recinto.
A pesar de la antigüedad de este cementerio se continuaba con las inhumaciones y se revendían las concesiones "a perpetuidad", abandonadas, al mejor postor.
Nos llamó la atención el panteón provisional. Era acristalado porque existía la costumbre de exponer a los muertos de la víspera tras las vitrinas. Se veía a las mujeres en el féretro, bien maquilladas y revistidas con sus trajes de novia demasiado blancos, hombres en hábito y niños engalanados con coronas celestes, con cabellos rizados y ensortijados con diademas de mirto.
Los visitantes recorrían los largos soportales adoquinados de mosaico, deteniéndose ante una u otra vitrina, divagando sobre el aspecto o la higiene de los difuntos, comparándoles sin duda con los maniquís publicitarios de un centro comercial.
En verano, en la pequeña morgue de un cementerio de pueblo yo ya había visto muertos expuestos de esa forma. Cuando un alpinista sufrió una caída mortal -lo que no era infrecuente en la estación invernal- sólo es exponía su ataúd. Los vecinos desfilaban. Cada uno intentaba imaginarse el horrible estado de la víctima, su aspecto mutilado entre las cuatro tablas. Esta costumbre alimentaba a la imaginanción con unos temas macabros que luego desarrollaban ávidamente.
Alf me tomó de la mano:
-Hay muertos ahí dentro. Ven rápido! ¡vas a tener miedo!
-¿miedo por qué? Los muertos son buenos, no hacen daño. Erna me lo explicó en verano. El cementerio era su lugar de paseo favorito. Vamos a hacerle una visita!
Por un buen rato observamos la cara de una señora mayor, bajo una cascada de tul de color blanco: se había vuelto una niña. Al lado, una niña, bajo su velo de primera comunión, tenía rasgos de vieja. El milagro de esta inmobilidad, de este majestuoso silencio nos sobrecogía.
-Todos sonríen, dijo Alf. Muy pronto seré como ellos. Al fin tendré derecho a sonreir.
Hermano mío, cómo pude no comprenderte ese día! Yo sabía que uno se muere de enfermedades graves, y que Alf estaba muy bien de salud. Entonces, no podía morirse. No, no adiviné el peligro inminente. ¿y sin embargo no había yo misma imaginado tirándome al canal?
Entonces enterramos a la paloma. Con una pala de niño hicimos de sepultureros.
-¡Ahora las otras ya no la maltratarían mas!
Alf, contemplando el pequeño montículo bajo el que yacían unas pobres plumas pronunció esas palabras con una especie de envidia.

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