martes, 5 de noviembre de 2013

Knall

Por esta época, dieron comienzo las lecciones de piano dos veces a la semana. Desgraciadamente, advirtieron que era sensible a la música. Pero incluso si no se hubiesen percatado de ello no me habría librado de las lecciones de piano. La mayoría de los niños burgueses de esta época ese veían obligados  a golpear las teclas negras y blancas. Incluso a Alf, que había disimulado magistralmente una falta total de sentido musical, le arrastraban por las orejas hasta ponérselas como apagavelas. Así tenía mamá la seguridad de hacer accesible a su hijo a las ondas sonoras.
El martes y el viernes, días de lección de música, yo me despertaba con fuertes latidos. Al miedo habitual se unía otro, el miedo al maestro de capilla Knall. Nunca se hacían tan rápido las once de la mañana como los martes y los viernes. Es difícil imaginar una figura más extraña que la de Knall. Parecía salida del cuento de Hoffmann: Petit Zaches. Jorobado como él, totalmente enconvado hacia adelante, un sombrero alto cubría su enorme cabeza, una mano en la espalda, la otra apoyada en un grueso baston, con el que a cada paso parecía sacudir la medida de un ejercicio musical, así hacía su entrada en nuestro apartamento. A decir verdad, se desprendía del sombrero alto y del bastón en el vestíbulo, pero mientras se dirigía hacia el salón, yo escuchaba todavía su bastón martillear el suelo. Si, el bastón avanzaba hacia mi, no el profesor.
Saltaba de mi taburete de piano, que se había puesto sobre un bloque para permitirme acceder al teclado. Y hacía una profunda reverencia:
-Buenos días, señor Maestro de capilla:
-Buenos días Clarisse. ¿y bien? ¿te has metido en la cabeza la escala en "la" menor?
 Por supuesto que no. No me la había metido ni en la cabeza ni en los dedos. Claro que un poco antes del toque de campanilla del profesor, la escala se desgranaba perfectamente. Pero ahora me parecía que la sordidez de su mirada supuraba tras su monóculo sobre mis manos. Mis dedos estaban empapados. Me los secaba a hurtadillas con mi faldita pero era peor todavía. Y además empezaba a helarme.
Oh, aquellos ojos! Giraban en sus órbitas, que parecían las gominolas de menta, verdes y pegajosas, que Oranie me regalaba en ocasiones.
El maestro de capilla blandía su regla como una batuta. Mamá le había ordenado que diese sus lecciones con la regla en la mano. Se duplicaba, triplicaba, decuplicaba de tamaño. De pronto eran cincuenta las reglas que bailaban ante mis ojos y las que provocaban mi primer error.Y entonces recibía el primer golpe en mis nudillos. Saltaba, aunque, desde el comienzo de la lección no hacía más que aguardar el golpe. La escala en "la" menor se me aparecía como una sucesión de sonidos lamentable y dolorosa.
-Más rápido, más rápido...
Se acercaba a mi. Intentaba desviar la cara, para que desapareciese la regla de mi campo visual. Y al mismo tiempo me mareaba porque el haliento del maestro de capilla era asqueroso.
Pero, incluso con los ojos cerrados, veía la regla. Un error...otro más. La regla caía sobre mis dedos con golpes repentinos. Todo se nublaba. Las teclas blancas se mezclaban con las teclas negras y laas teclas negras con las teclas blancas. No podía calcular las distancias. Imposible encontrar el sol sostenido. La tecla negra avanzaba hacia mi ojo, o se perdía en perspectivas nebulosas. Fue una catástrofe.
Ahora la regla golpeaba alternativamente sobre mi mano derecha y sobre mi mano izquierda. Cuando no pude más, solté las dos manos al aire, escondí mi cara y me desplomé sobre el teclado, de manera que mis sollozos se acompañaban de disonancias agudas. Las lágrimas se colaban entre mis dedos sobre las teclas.
-¿Su señora madre está en casa?
Yo señalaba que no.
-¿Debo de advertir a su madre?
-Perdon, señor maestro de capilla...lo haré mejore...pero me duelen los dedos.
-Bien, dejaré la regla. Probemos una vez más.
Knall no era del todo cruel, pero mamá lo había pervertiro. Es cierto que le gustaba torturar, a veces tenía arranques de piedad. Yo pensaba: un hombre que es responsable del órgano de la iglesia de Santa ana no puede ser malo del todo. Además, era pobre. Y se le pagaba mucho menos por las lecciones que nos impartía que por los golpes con que las acompañaba.
La regla permanecía sobre el tapete de felpa que cubría el piano, al lado de las fotografías de la familia. Yo lanzaba miradas suplicantes al reloj de péndulo que las dominaba. ¡Cómo bendecía a ese carrillón de Westminster tan odiado habitualmente! Pero quedaba mucho para que dieran las doce. Las fotos de familia me observaban hipócritamente. La buela, que antaño agarraba sus niños para azotarlos, y las hermanas de la abuela, con sus ojos de piedra y sus duras bocas parecían fieros mariscales del hogar, a cada cual más temible. En resumidas cuenta, toda mi familia materna estaba allí, en los cuadros de cuero recargados de adornos, y me escuchaban tocar sin piedad.
Sus marcos resonaban maléficamente con cada nota. Parecía una audición familiar, las dentaduras de mis tías con sus dientes de oro castañeando al ritmo. ¿Podía esta escala en "la" menor disfrutar de un acompañamiento más espantoso?
Subiendo, la escala salía más o menos bien. Pero cuando bajaba, las fotografías se ponían en movimiento, sobre todo la de mi abuela, cuyo fondo se componía de extraños animales estilizados. Sólo la abuela podía producir ese rugido burlón y amenazador. Espera ¿no está saliendo del cuadro? Sus ojos me atravesaban como acerados puños. La boca no era más que un rasgo delgado, como el de mamá. Atraía magnéticamente mi mirada y ordenaba: -Vuelve a bajar...vuelve a bajar, hasta el final! mandaba el profesor. La abuela comenzaba a vibrar. Parecía el zumbido de un tábano rabioso. Me irritaba ante el "sol sostenido" como un caballo de carreras ante un obstáculo..
-¡Baja, demonio del Señor!
El antiguo suboficial resucitaba en el alma de Knall. Todas las teclas resbalaban bajo mis dedos, tocaba en falso.
En este momento se abría la puerta: mamá. Había vuelto un poco antes que de costumbre de su paseo matinal. Saltaba del taburete y me ponía a salvo.
-Buenos días señora!
El señor Knall casi tocaba el parquet con la cabeza, esa gorda cabeza del gnomo Mime de "El anillo de los Nibelungos" de Wagner.
Los ojos de fuego de mamá emitían destellos: en mi cara había restos de lágrimas
-Y bien, ¿qué tal el trabajo?
-Aceptablemente, señora
-No me lo parece. Aquí se ha llorado.
La mirada de mamá me envolvía como una boa que ahoga con sus anillos a su víctima.
-Si, ha tocado "sol natural" en lugar de "sol sostenido".
-Distraída, como siempre. ¿y entonces, señor Maestro de capilla, por qué ha dejado la regla? Sin severidad no hay progreso posible con esta pequeña. Es demasiado distraída. Creo, Clarisse, estudiaremos juntas la escala en "la" menor.
Debí de dirigir una angustiosa mirada a Knall puesto que intentó incerceder:
-Al contrario, interpreta las escalas mayores admirablemente para su edad.
Pero esta actitud no compensaba a los ojos de mamá mi incapacidad con respecto a las sentimentales escalas menores...
-Ven Clarisse! Le mando a Alf en lugar de este pequeña perezosa, señor Maestro de capilla.
En el dormitorio, mamá tomaba su vara y ordenaba:
-¡la mano derecha!
Yo se la tendía temblando.
-La palma no. ¡vuelve la mano!
Y se ponía a canturreas: -La, si, do, ré, mi, fa, sol sostenido, la... y el silbido de la baqueta puntuaba cada nota.
¿Quién no se hubiera convertido en músico con este método?
Después le tocaba a la mano izquierda. "Estudíabamos" así durante mucho tiempo, tanto que dejaba de cantar con mamá.
La escala en "la" menor me costó así grandes moratones azules que conservé durante semanas en los huesecillos de mis manos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario