viernes, 15 de noviembre de 2013

la paloma envenenada

A hurtadillas, dábamos de comer a las palomas que venían a picotear al balcón de Alf. Sin que nos viesen, les echábamos migas de pan. Uno montaba guardia en la puerta mientra el otro atraía a los pájaros. Luego teníamos cuidado de limpiar bien el balcón para que las huellas de nuestros huéspedes no nos delatasen.
Las palomas pertenecían al palomar real vecino. Llevana en la pata derecha una banda de oro y eran tan familiares como si fuésemos nosotros los que las habían soltado. La mayoría comían de nuestra mano. Cada vez que nos picoteaban en nuestra palma abierta sentíamos el voluptuoso contacto de su cabeza de peluche como una caricia exquisita.
¡Qué felicidad! Tener al fin el derecho de amar a un ser vivo, encariñarnos con pequeños seres vivos que nos otorgaban su confianza y su amistad. Ya no envidiábamos a los compañeros de clase porque arrastraban a un perro de su correa. Las palomas nos pertenecían; Su mullido plumaje, su arrullo, el murmullo de sus alas, las coreografías que dibujaban en el espacio, todo esto era nuestro. Claro que este amorío secreto fue considerado culpable a los ojos de mamá, porque nos distraían de nuestro trabajo y además le ensuciaban el balcón.
Mientras trabajábamos o hacíamos nuestras tareas venían a picotear a la ventana. Para engullar más rápido, se posaban en nuestros dedos. A veces intentábamos retenerlas pro sus patas de rojo coral. No nos dejaban sucumbir ni por un momento a esta tentación tan natural: poser, aunque fuese por un segundo, una criatura cálida y palpitante en la que late un corazón. Su familiaridad no disminuía.
No, no estábamos solos. Una docena de palomas nos unía al cielo, a la naturaleza, a los horizontes lejanos.
Mientra que nuestro pájaron volaban hacia destinos desconocidos nosotros las observábamos con nostalgia.
Alf pegaba su nariz al cristal y suspiraba:
-¡Tengo cada día el mismo sueño! me salen alas y vuelo hacia un país en el que no existen guardias que me vigilan...Mira, Riri, ahí viene el patituerto!
El patituerto era nuestro favorito. Nos daba lástima porque le faltaba una pata. Las otras palomas exasperadas por su debilidad y cojera la acosaban sen cesar con la crueldad propia del género de los pájaros.
Nosotros comprendíamos demasiado bien lo que significaba seLe ciel volér maltratado. Por esto mimábamos a la patituerta de manera especial. Ella adivinaba nuestra compasión, y venía cada vez más a menudo, se acurrucaba como una bola en una esquina del balcón como poniéndose bajo nuestra protección. Nos miraba con insistencia con esa seriedad tan extraña y esa máscara fija que ponen los animales al no saber reir.
Una mañana, al volver del colegio, escontramos a nuestra favorita extendida y rígida, muerta delante de la ventana, tendiendo el anillo de oro de su unica pata. Sobre el balcón había semillas desparramadas por todas partes que eran -pudimos comprobarlo- semillas de cebada envenenadas.
-Palomita, murmura Alf. De deus enormos ojos violetas goteaban lágrimas como de rocío.
Cogí a la paloma, y de vuelta a la habitación la cubrí de besos. Su plumaje se caló tan pronto con mis lágrimas que ya sólo era un paquete minúsculo, todo apelmazado.
-Hay un cuento en el que se ve salir fuera de una tumba una mano maldita, dijo Alf.
Con la furia, su voz había tomado un acento grave y varonil.  Con la mano, barre violentamente las semillas que quedaban en el balcón para que, al menos, el resto de las palomas pudieran salvarse.
Luego me tomó por la barbilla y me volvió la cabeza. Del iris violeta de sus ojos sólo se veía un fino círculo encuadrando su negra pupila, dilatada por el odio.
-No llores más, hermanita. Vamos a enterrarla.
La perspectiva de esta romática ceremonia me consoló ligeramente.
-¿pero dónde Alf?
-En el cementerio, donde va a ser! No está lejos. ¿que haces hoy a las tres?
-Tengo mi clase de manualidades.
-Le dirás a la profesora que no te encuentras bien y pides permiso para volver a casa. Yo también faltaré a clase, y le haremos a la patituerta un bonito enterramiento.
A las tres, un tranvía nos llevó al cementerio Saint-Jean.
-¿Es que eres rico, Alf? dije, sorprendida, viéndole entregar un billete grande para el cambio. Si es así, podríamos marcharnos, irnos muy lejos, en donde "Madame Neron" no nos encuentre!
-¡inocente! Alf se echa a reir. No sabes lo que es la vida.
¡La vida! ¿Qué podía significar esa incónita que los mayores llamaban la vida?
Alf  llevaba con cuidado en una caja de zapatos, anudada con un lazo roza, el cadáver de la paloma.
-¡Que lástima que Bettina no esté con nosotros! suspiró Alf.
¡Que Gólgota tan pintoresco el cementerio Saint-Jean! Un osario no plantado de olivos ni cipreses sino de sauces llorones, olmos y álamos. D´un fouillis  d´orties surgissaient des onagres et des fritillaires impériales.En verano el lugar exhalaba un olor fuerte y ácido. En otoño, matas de dalias, d´asters y crisantemos brotaban con tanta lujuria que parecía que se alimentaban del jugo de los cadáveres.
La putrefacción humana parecía redoblar como si fuese pasto la fecundidad del suelo.
Los sauces llorones se desparramaban majestuosamente sobre las vetustas tumbas. Los raíces habían movido las piedras. A través de las lápidas de mármol, quebradas y entrelazadas por robustas hiedras, en medio de tibias y de cráneos, improvisadas ante la tardanza del juicio final, los niños corrían de aquí para allá.Sus ruidosos juegos perturbaron por un instante el silencio de la necrópolis y el murmullo obsesivo de las letanías, ya que se estaba celebrando un entierro en la parte oeste del recinto.
A pesar de la antigüedad de este cementerio se continuaba con las inhumaciones y se revendían las concesiones "a perpetuidad", abandonadas, al mejor postor.
Nos llamó la atención el panteón provisional. Era acristalado porque existía la costumbre de exponer a los muertos de la víspera tras las vitrinas. Se veía a las mujeres en el féretro, bien maquilladas y revistidas con sus trajes de novia demasiado blancos, hombres en hábito y niños engalanados con coronas celestes, con cabellos rizados y ensortijados con diademas de mirto.
Los visitantes recorrían los largos soportales adoquinados de mosaico, deteniéndose ante una u otra vitrina, divagando sobre el aspecto o la higiene de los difuntos, comparándoles sin duda con los maniquís publicitarios de un centro comercial.
En verano, en la pequeña morgue de un cementerio de pueblo yo ya había visto muertos expuestos de esa forma. Cuando un alpinista sufrió una caída mortal -lo que no era infrecuente en la estación invernal- sólo es exponía su ataúd. Los vecinos desfilaban. Cada uno intentaba imaginarse el horrible estado de la víctima, su aspecto mutilado entre las cuatro tablas. Esta costumbre alimentaba a la imaginanción con unos temas macabros que luego desarrollaban ávidamente.
Alf me tomó de la mano:
-Hay muertos ahí dentro. Ven rápido! ¡vas a tener miedo!
-¿miedo por qué? Los muertos son buenos, no hacen daño. Erna me lo explicó en verano. El cementerio era su lugar de paseo favorito. Vamos a hacerle una visita!
Por un buen rato observamos la cara de una señora mayor, bajo una cascada de tul de color blanco: se había vuelto una niña. Al lado, una niña, bajo su velo de primera comunión, tenía rasgos de vieja. El milagro de esta inmobilidad, de este majestuoso silencio nos sobrecogía.
-Todos sonríen, dijo Alf. Muy pronto seré como ellos. Al fin tendré derecho a sonreir.
Hermano mío, cómo pude no comprenderte ese día! Yo sabía que uno se muere de enfermedades graves, y que Alf estaba muy bien de salud. Entonces, no podía morirse. No, no adiviné el peligro inminente. ¿y sin embargo no había yo misma imaginado tirándome al canal?
Entonces enterramos a la paloma. Con una pala de niño hicimos de sepultureros.
-¡Ahora las otras ya no la maltratarían mas!
Alf, contemplando el pequeño montículo bajo el que yacían unas pobres plumas pronunció esas palabras con una especie de envidia.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Relaciones inocentes

Alf había cogido la rubeola. Órdenes severas de no acercarse a su puerta. Como prohibir a un sordo ser duro de oreja. ¡no poder oír la voz de Alf durante todo el día, que privación para mi!
El programa de casa se desarrollaba como de costumbre. Mamá había salido y sabiendo que Erna se ocupaba de la lavandería como todos los lunes del calendario, me colé por la tarde en la habitación de Alf.
-¡pequeña boba! gruño, como encantado de verme. Te voy a contagiar.
-¡que le vamos a hacer! Me pasarás tu enfermedad. Prefiero la rubeola a la soledad.
La expresión se me había escapado a pesar mío y fue seguida de un silencio un poco incómodo.
Bromeé:
-Te quedan muy bien esas manchas rosas, Alf.
Sentí que me ruborizaba como si yo también tuviese la rubeola. ¡había mentido! Alf estaba irreconocible y desfigurado por los rosetones.
-¡Vuelve mañana Riri!
-¡Adiós Alf!
Me recuerda:
-¡Cuidado! Te encargo que me cojas en la biblioteca de "Madame Neron" uno de los libros proscritos. ¡Y deprisa antes de que los esbirros se pillen aquí!
Los libros prohibidos que deseaba Alf tenían títulos extraños: "Historia de mi vida" de Casanova, "Sexo y Carácter" de Otto Weininger, "Justine o los infortunios de la virtud", del marqués de Sade, etc.
Había que ser un ladrón profesional para poder procurarse uno de estos volúmenes bajo llave. Pero por el amor a Alf, nada me parecía demasiado atrevido.
Algunos días después yo también llevaba el camisón rojo de la rubeola. Ahora me tocaba ser la prisionera y Alf me visitaba. Me traía bolsas enteras de garrapiñada envueltas en papel de plata de las mejores marcas: Marquis y Suchard.
No me preocupaba mucho el origen de la fortuna de Alf, simplemente lo aceptaba. Trepaba por el alicatado de la calefacción hasta el tercer piso en donde estaba mi habitación. Cerca del techo, abría el conducto y metía el paquete. Como la calefacción nunca estaba encendida, nos servía de escondrijo.
-¡Ante todo mucho cuidado, Riri! ¡Cuidado con los guardianes! No vayan a cogerte cuando vas a por las provisiones.
-Ya lo sabes Alf, aunque me sorprendan, nunca te delatare.
-¡De eso nada pequeña, yo soy un hombre y nunca aceptaría que arriesgases tu pellejo por mi! Simplemente ten cuidado. Es mejor prevenir que lamentar.
De nuevo enferma, recibí una tarde la visita imprevista de Bettina, que me traía los deberes de la semana pasada para que pudiese copiarlos y no me quedase atrasada.
Erna estaba sacando brillo a la plata, así que disponíamos de mucho tiempo sin aguafiestas para nosotras.
A partir de las cuatro, corría a la puerta a cada timbrazo para comprobar si Alf había vuelto del colegio. Estaba impaciente por presentarle a mi amiga y compartir con el mi entusiasmo.
Pero cuando entra, se queda en el umbral de la puerta, paralizado ante tanto pelo rubio.
Bettina, por su parte, permanece igualmente inmóvil, sumergida en la profundidade vileta de los ojos de Alf. Los dos niños parecía conectarse por medio de antenas y una corriente eléctrica se estableció entre ellos. Las ondas de un violento sentimiento recorrieron la habitación y yo recibí un golpe directo al corazón. No me veían, me olvidaron. Se transformaron en personajes importante, mucho mayores que yo.
Experimenté el mismo vértigo que el día en que por primera vez me subí a las montañas rusas de una verbena.
Luego, los dos se ruborizaron muchísimo. Alf, sobre todo, se había cubierto de un velo carmesí.
Me recorrió un escalofrío de dolor. Estaba como electrocutada por los celos: paralizada, tembrolosa, quemada por dentro y por fuera.
Fue entonces cuando una mirada indescriptible de Alf, una mirada de súplica hizo fundirse el plomo de mi resistencia.
Yo había leído en una novela de Adalbert Sitfter que un flechazo había dejado ciega a una niña y, algún tiempo después, un relámpago caído sobre un molino de trigo en donde la niña de había refugiado de la tempestad le había vuelto de nuevo a la vida.
Esta mirada de mendigo suplicante de amor abrió los barrotes de mi corazón. Entonces ya no sólo quería compartir con Alf, sino ceder, hacerle el don absoluto de mi amiga. Se produjo en mi una transferencia absoluta.
Durante los largos meses que siguieron a esta primera visita me convertí en el cochero del amor de los dos niños.
Llevaba a Bettina flores disecadas por Alf en un herbario de fortuna: jacintos y orquídeas salvajes del Jardín Botánico, vierges d´onze heures, guantes de Nuestra Señora, tomillo y plumas de la novia, lirios y magnolias. Luego le seguirían las mariposas que mi hermano decía haber cazado y preparado él mismo. Puede que consiguiese coger incluso una queue d áronde, un oeil de paon o una vanesa de los cardos, pero en cuando a los nocturnos, la mariposas de la noche, debió de cazarlas en sueños, en redadas imaginarias.
Yo supongo que compró estas preciosidades en tiendas especializadas porque era incapaz de matar coleópteros y ante de rociar sus cabezas con un producto químico para adelantar su muerte el prefería ponerlas en libertad.
Y lo mismo con los escarabazos cobrizos e irisados de pesados cuerpos. La agonía de un animal ponía a Alf fuera de sí. Estos pequeños regalos de la naturaleza eran acompañados habitualmente de rimas más o menos felices que a Bettina parecían gustarle particularmente.
No conseguíamos sacias nuestro ojos de los ricos colores de las mariposas, recitábamos los versos de memoria, las flores secas halagaban nuestro olfato con sus aromas narcóticos. Los sentidos cautivos de placer que Alf alimentaba infatigablemente, no encontrábamos otro tema de conversación que mi hermano, caballero sin miedo y sin reproche, que arriesgaba todo para procurar joyas efímeras a su elegida.
Desde el comienzo de esta relación inocente hasta su prematuro fin, el instinto aconsejó a Bettina a ocultar a su madre su primer amor.

domingo, 10 de noviembre de 2013

La amiga

Mi compañera nueva de clase era una niña de cabellos de lino. En el recreo me preguntó:
-¿Quieres ser mi amiga?
Me zambullí en su ojos, podía verse allí todo el cielo.
-Si, respondí, superorgullosa, puesto que era mayor que yo.
Y añadió imperiosamente:
-Sólo que no tendrá otra amiga que no sea yo.
Que otra niña pudiese prendarse a su vez de lo s dos nomeolvides que eran sus ojos, era una idea que desde ese instante ya me torturaba.
La pequeña no entendió nada pero asintió dócilmente con un signo de cabeza. Luego paso deprisa a otro tema.
-Tengo un perro, dijo.
Se me contrajo el corazón. Que tuviese un perro me apenaba, presentía dolorosamente que tendría que compartir su amor.
Y entonces traté se sobrepasarla:
-Yo, yo tengo un hermano.
Ella seguía:
-¿cuántas muñecas tienes? Yo tengo once. Tres saben hablar y una canta la primera estrofa del himno nacional.
-Yo, trece, dije. Muchas de ellas andan y tengo un oficial de marina que hace el saludo militar.
Ya que seguramente, si supiese que a parte de Melusine, yo no tenía más que un pequeño marinero destrozado habría preferido a otra niña.
Lánguidamente contemplé sus ojos de porcelana. Ella misma parecía una bella muñeca. Sentí cómo mi corazón se agitaba apasionadamente. Estaba seducida, extasiada. Durante la clase, a cada rato miraba de refilón los finos cabellos rubios que pertenecían a mi amiga y a partir de ahora también un poco a mi.
B..e.t..t..i...n.a....   Bettina. un nombre que se derretía como un bombón sobre la lengua. ¿Existía en todo el mundo otro nombre más bonito?
Sus deditos, pintados de rosa, sujetaban con fuerza un portaplumas de marfil -una preciosidad-en el que se veía por un diminuto hueco una torre en filigrana de otro país: la Torre Eiffel. En su coqueto puño, bailaba una medalla colgada de un brazalete de oro. Estaba prendada de todo lo que llevaba. La habría acariciado voluntariamente, como lo hacía con mi muñeca Mélusine. ¿Pero está permitido acariciar a una amiga? Sondeé el problema con la mayor seriedad. Y luego me invadió un ansia generosa de ofrecerle algo. ¿regalarle que? si ¿que? Yo no tenía nada, absolutamente nada.
Tuve una idea. A pesar del riesgo a un castigo de la profesora comencé a arrancar una hoja de mi libreta. Me hizo buena falta un cuarto de hora para este trabajo ya que el menor ruido podía delatarme. Luego empapé a fondo mi portaplumas en el tintero. Una bella mancha negra se despliega ahora en el papel que doblo en dos. Al abrir la hoja, una inmensa mariposa lo adornaba. Una cucada de mariposa, con unas alas sorprendentemente dibujadas.
En este momento, el reloj señaló el fin de la clase. Ofrecí mi obra maestra a Bettina. Me lo agradece con indulgencia y me arrastra a continuación  et m´entraîna à sa suite, comme elle aût tiré, derrière elle, con chien.
A la puerta del colegio, las madres, hermanos mayores, criadas y chórefes esperaban a los niños. Pero la mayoría regresaban solos a casa, como yo.
Mi amiguita, de repente, de deja plantada y corre a acogerse en los brazos de una señora que tenía sus mismos cabellos y dos maravillosas aguamarinas engarzadas en las órbitas, protegidas por gafas, como dos joyas en una vitrina. Bettina, agarrándose a su cuello la cubrió la cara a besos. Colgada de esta forma no le apetecía volver a bajar a tierra, a esta tierra en la que yo permanecía, yo, más apenada que nunca, con los pies paralizados, un atroz mordisco en el corazón.
Este minuto, en el que la niña permaneció colgada al cuello de su madre, fue para mi más grande que la eternidad.
Hasta entonces, jamás en toda mi vida me había sentido tan abandonada. Pues Bettina se había olvidado de todo: el colegio, la calle, la hora, el pacto de amistad sellado hacía un momento,  en el que yo había creído! ¿por qué mi corazón se agitaba así? Ignoraba que esta quemazón se llamaban celos. Si, estaba celosa de la madre que acaparaba el amor de mi nueva amiga, y de la niña que tenía una verdadera madre.
Al final, Bettina se acordó de mi. Tomó a su madre de la mano y me la acerca fogosamente.
-Mami, esta es Clarisse.
La señora de las aguamarinas se inclina hacia mi y me abraza, con dulzura y compunción, como abrazan las madres. Sus ojos azul intenso me envuelven en una nuebe azul. Me regaló un anticipo del cielo.
-¿Quieres venir el domingo a jugar con Bettina?
Balbucí: "Oh...oh....si...si...gracias!"
y luego me fui corriendo ya que mes ojos se llenaban de lágrimas.
Corriendo hacia casa sentía sobre mis labios el gusto del beso que una madre extraña me había dado. ¡Oh! ¡Cómo me había saciado aquel beso! Me había llenado como si hubiese comido toda clase de golosinas: miel, pasas de Málaga o pastel de almendras. Oh, aquellos labios de olor a frambuesa! Más tiernos que los pétalos de rosa, no desteñían como los de mamá, siempre maquillados de un rojo grasiento. Y el recogido de oro pálido que llevaba en la nuca, lucía como la estopa! No aquellos bucles que olían a las planchas del peluquero a los que había que acercarse con cuidado los días en que ante los invitados teníamos que simular abrazar a mama y representar la pantomina de la unión familiar.
El perfume cálido y cautivador de una madre! ¿era posible que Bettina fuese inconsciente de su felicidad como yo de mi desgracia?
Me mordí los labios. Se me había enseñado que se debía ser duro para con uno mismo. Probé a recitar la tabla de multiplicar. Pero no lo conseguí. Todo ardía ante mis ojos, no veía con claridad. Las casas se bamboleaban tras una cortina transparente de lágrimas.Corría entre dos hileras de madres rubias con ojos azules y todas me decían con una voz cariñosa:
"Ven...el domingo...el próximo domingo...a jugar con Bettina....ven, ven!"
Entré bajo una puerta cochera y me escurrí hacia un vestíbulo desconocido, en un rincón sombrío. Allí escondida, pegada contra la pared, mi tristeza brotó de la boca, de los ojos, de los brazos, por las piernas. Pataleaba de dolor, golpeando los ladrillos con mis crispados puños.
Si, ahora lo sabía. ¡sabía lo que significaba ser un niño! Ser acunado, mimado, protegido...ser abrazado!
Yo, que tenía una madre, era más huérfana que la pequeña Baladine, la hija del administrador de nuestra casa a quien la muerte acababa de arrebatarle a su madre.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Amenaza de incendio

Habían programado una alerta de incendio en el colegio. Nos habían designado pare este ejercicio como si fuésemos reclutas. Desde la primera campanada la consigna era dejar en los pupitres los libros, cuadernos y portaplumas. Un minuto después debíamos entrar de dos en dos en el patio en una fila impecable.
Teníamos que imaginarnos que se había producido un incendio en un ala cualquiera del edificio, por ejemplo, en el pequeño anfiteatro de la sala de historia natural. Ardillas, zorros y lechuzas desgastadas por las miradas de incontables generaciones de niñas y ajadas por la carcoma se volvían incandescentes y derramaban a su alrededor un resplandor de fuego de Bengala. Los mapas, rosas y azul cielo, colgados del muro, se enrollaban sobre sí mismos bajo el efecto del calor. ¡que increíble acontecimiento! Ni nuestro país se libraría de las llamas! Pero habían dado un pequeño rodeo. ¿todas esa imponentes fortificaciones, puestos de guarnición, plazas militares, líneas de ferrocarril estratégicas, provistas o no de vigilantes, todo tenía súbitamente que reducirse a cenizas? ¿para qué tuvimos entonces durante semanas que aprendérnoslas de memoria?
El fuego podía producirse también en la biblioteca. Miles de volúmenes cubiertos de telas de araña geométricas olían allí a moho, y me recordaban a la biblioteca del Doctor Fausto, que había visto en el teatro de marionetas.
En resumen, se nos había alimentado la imaginación día tras día que no hablábamos de otra cosa que de ese incendio. En los pasillos del carcomido e infecto edificio, sentía flotar el olor a azufre, como bajo la lluvia de fuego de Sodoma y Gomorra. Y al igual que en el siniestro cuento bíblico, nos estaba terminantemente prohibido darnos la vuelta durante la alerta. Cierto, no nos transformaron en estatuas de sal, pero fuimos amenazados con castigos ejemplares, si al menor titubeo interrumpíamos la maniobra.
Ya no dormía. Hasta en mis sueños todo ardía sin cesar. Los coches rojos de los bomberos bramaban al pasar. Sus escaleras de rescate atravesaban el techo y subían hasta el cielo. Sobre estas escaberas de Jacob, los ángeles se dedicaban a sus acrobacias. Una bella mañana, mientras que en mi imaginacion el colegio fuera durante mucho tiempo un montón e escombros humeantes, el toque de alarma nos hizo estremecer. Durante todo el ejercicio, las vibraciones de este toque de campana irritaron nuestros oídos.
Instantes después, formamos en el patio, alrededodr del director, círculos perfectos. Inmóvil, como un monumento, justo en el medio, como si hubiese calculado la distancia que le separaba de los cuatro muros el "Rex", como nosotros lo llamábamos, no parecía percatarse de las elipses y círculos que dibujábamos a su alrededor. El lobo de nuestra sala de historia natural tenía los mismos ojos de vidrio, fijos y crueles. Su blanca melena, cortada al cepillo, era más de yeso de de una materia viva.
De su boca emanaban, como de un altavoz, órdenes automáticas:
-¡cabeza izquierda! Trescientos pares de ojos miraban a la izquierda.
-¡cabeza derecha! Trecientos pares de ojos miraban hacia la derecha.
Así hacen los ojos de percelana de las muñecas articulads.
-¡Adelante, en marcha!
-¡Nada de gimnasia, punto de dirección, la puerta!
-¡A la derecha, en alineacion!
-¡Media vuelta, derecha!
-¡Marquen el paso! ¡en marcha!
-¡A la derecha, derecha!
-¡A la izquierda, izquierda!
El director había olvidado que no éramos soldados sino niñas pequeñas.
-¡A las escaleras!
Trepamos como los gatos.
-¡Atención al fuego! ¡Delante de ustedes!
La columna se dirigía hacia el porche de la capilla.
-¡Alerta al fuego! ¡Detrás de ustedes!
El regimiento infantil volvía la espalda a la hoguera.
La palabra "fuego" empezó a hacer mella en mi. Creí en el incendio. Toda esta grotesca reorganización que nos obligaba a comportarnos como maniquíes, no restaba nada, en mi imaginación, al poder mágico del elemento que conjurábamos. Veía nubes de humo subir por los enrejados del trabaluz del calabozo del sótano. El pavoroso estrépito del toque de alarma excitaba mis facultades inventivas. Me envolvían vapores mefíticos. La autosugestión transformaba el fuego ficticio en fuego real. Y de ello resultó que no escuché la última orden:
-¡Atrás, en marcha!
De repente me encontré sola en medio del patio y sentí sobre mi espalda la mano de hierro, la mano todopoderosa del director. ¿dónde estaba el fuego? ¿por qué no venía en mi auxilio? Escuché entre el zumbido de la campana:
-Falta de disciplina al orden...Aviso a los padres...
Me quedé allí, petrificada, una verdadera estatua de sal.
-¡Descansen!
Me tambaleaba. Los muros, el suelo, la escalera se cubrían de avisos de amonestación, aquellas espantosas notas de papel que había que devolver firmadas por los padres. ¿y si le prendía fuego a la escuela? Me escondería en cualquier parte y me quemaría viva, de pies a cabeza. Pero había bomberos en el pasillo que quizás me salvasen. Fuego...agua...¿para qué servía entonces el canal?
Ya estaba viendo al cartero llamar a nuestra casa, llevando el sobre...mi madre abriéndolo y llamándome...pero yo...inaccesible al castigo, dormía acunada por las aguas del canal. el cartero...¿no había sorprendido ya a Alfren como un día sacaba con una aguja de calcetar un sobre de nuestro buzón?...Alfred me ayudaría a librarme de la nota de castigo. Retomé el coraje. El canal esperaría hasta mañana.
-¡No te preocupes hermanita! "La señora Nerón" no sabrá nada.
Alfred reía con despreocupación:
-Todo irá bien, y yo firmaré ese papel mojado.
Querido Alf! A partir de entonces -cada vez que veía una llama o cuando enciendo una cerilla, me acuerdo de lo que hiciste po rmi, y lo que te costó querer salvarme de la hoguera de un fuego imaginario!
La nota de castigo, con la firma paterna disimulada por Alfred fue devuelta por él a la dirección del colegio.
Dos días, tres días transcurrieron, y pensamos que todo estaba arreglado. La cuarta mañana -la clase ya tenía que haber comenzado hacía tiempo- la maestra se retrasó. De repente, se abrio la puerta con una fuerte sacudida. Mi madre estaba allí, en pie, al lado de la profesora, y me gritó con una voz displicente:
-¡bien, Clarisse, alégrate de volver a casa!
Mis pequeñas compañeras me miraron sarcásticamente. Se apoyaban en los codos. Mi vecina puso mala cara y se apartó. Abochornada como si me cubriese un manto escarlata deseé con todas mis fuerzas colarme por una ranura del entarimado hasta el calabozo subterráneo. Me vi otra tres tendida al fondo del canal. ¿pero qué le pasaría a Alfred?  No, no podía abandonarle de forma tan cobarde.
Desde la puerta cochera escuché como Alfren gritaba con una ronca y alta voz:
-No...non...iré a comisaría....por favor...a la comisa....
Corrí al dormitorio.
Mamá, todavía con el sombrero y el abrigo, golpeaba con su paraguas a Alfred, inundado en sangre que salpicaba de una de sus orejas hechas trizas.
¿un paraguas? La bonita empuñadur de marfil, adornada con cuatro elefantes es había arrancado. La seda, hecha jirones, sólo conservaba unas cuantas varillas. Esas barras metálicas golpeaban sin cesar al chico indefenso, que todavía empeoraba su situación profiriendo la amenaza: "Policía2.
Me precipité sobre mamá y grité agarrándome a su brazo:
-¡Oh! Que cruel eres...eres demasiado cruel...nunca te perdonaré...nunca por haber hecho tanto daño a Alf...
El paraguas amortiguó mis palabras.
A partir de este día, la frente de Alf estuvo adornada con una gran cicatriz. Cada vez que mi mirada se tropezaba con esa marca en forma de estrella, sentía que me inundaba un sentimiento indefinible: el odio.
Del asunto del paraguas jamás pude recuperarme.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Heracles

El día que Erna tenía permiso para ir a la confesión, Oranie me llevaba a casa de Rak, su novio. Rak era la abreviatura Hérakès. En no sé que calle piojosa y de mala fama, que olía a edad media, el "futuro" -como le llamaba Oranie- tenía una tienda de comestibles llamada: "Au Fin gourmet". Un rótulo demasiado presuntuoso para esta increíble boutique, en la que a lo largo del tiempo se acumulado las mercancías más inesperadas:  bacalao seco, duro como el cuero, champiñones esclerosos, enhebrados en sartas, que más que criptógamos parecían negros ennegrecidos, largas serpientes de regaliz negra, acanalados de arabescos de moho trepando por los tarros destrozados, al fondo de los cuales algunos bombones rancios, indisolublemente unidos a azucarillos de cebada, formaban una naturaleza muerta multicolor, pimienta roja, escabeches, guirnaldas de ajos, un bloque de miel turca barnizada por el tiempo, turrón de Montélimar y loukoum de Port-Saïd, arenques a la Baltimore en escudillas desconchadas nadando en una sospechosa salsa de tomate. Tarros más pequeños contenían pepinillos suris y  "mixed pickles", hechos por el mismo Rak: ramos de coliflor esponjosos y  cebollas amarillentas que recordaban a los pólipos, moluscos y salamandras conservadas en alcohol, gloria de la sala de historia natural de nuestro colegio. Los salchichones, petrificandos por el tiempo, dejaban adivinar que Héraklès utilizaba esta mercancía como una matraca y cuando moviendo sus anchas espaldas, recorría este establo de Augias,  me parecía mucho menos dispuesto a vender choucrout que a batirse con el primer cliente que entrase. Pero, como tantos golfos de noble corazón, se mostraba cara a cara frente a Oranie con una dulzura de niño. ¡cuantas veces los fuertes son, sin embargo, débiles en este mundo, y en cuántas ocasiones la debilidad es poderosa!
Así como antaño Deyanira ofreció a Hércules la túnica de Neso, Oranie había tejido para su amante un chandal de lana que llevaba siempre, vencido sin quererlo. Viendo sobresalir sus músculos bajo el tejido de punto se sorprendía una de la complacencia de buen oso con la cual se plegaba a los menores caprichos de su amada.
Bruscamente, Oranie cierra la puerta de la tienda. Me pone detrás del mostrador y me da permiso para comerme lo que me apetezca. La pareja desaparece en la trastienda en donde había una cama plegable con un colchón carcomido de parásitos.
Maravillada por encontrarme sola en la tienda, me dispuse a probar todos los comestibles picantes que me achicarraban la boca. ¡qué delicia mordisquear estas extrañas golosinas! Engullí una considerable cantidad de barritas de chocolate ya caducadas: solo por los preciosos dibujos y el papel de plata que coleccionaba. Abrí cantidad de arenques, porque porque  Oranie me había dicho que en el interior de ciertos pescados se encuentra un alma. Los comía deprisa sin atreverme a devolverlos a los tarros después de haberlos desgarrado. Al tercer arenque, me mareé. Había botellas de cognac sobre una estantería. Había visto a mis padres cogerla en caso de enfermedad. Al momento,un grito terrible me hizo aflojar la botella, que se rompió estrepitosamente.  Fue un grito como nunca antes había oído, quizá sólo una vez en mi vida, cuando el león de un circo había pegado un alarido tal que parecía ascender de los abismos originarios....El bramido del mar de la concha de nuestro salón, el órgano que rugía cuando pasábamos ante la iglesia, el redoble del trueno eran lo que parecían aquel grito. ¿Por qué rugía Hérklès como el océano, como la tormenta, como el desencadenamiento de un fenómeno natural? Asustada me aferré al mostrador, aquel grito me fulminaba y me destrozaba, igual que destrozado había quedado el tarro de licor cuyos restos alfombraban el suelo de la boutique. Me tapaba las orejas. Por segunda vez, el grito remonta desde las profundidades de las entrañas de Rak: aullido sobrehumano y sin embargo armonioso que me aterroriza. Por su parte, Oranie parecía suplicar a Rak que le hiciese el favor. ¿Pero por qué ella gemía y sollozaba como si él la torturase?
-¡Rak, Rak! dije, sacudiendo la puerta, por favor, no hagas daño a Oranie! Abre, por favor!
Pero no me escuchaban. refunfuñaba y la respiración jadeante de Rak silbaba como el viento del Norte.
Entonces me colgué del tirador de la puerta y luego puse la oreja en el ojo de la cerradura. Oranie había muerto. Aporreé la madera y finalmente me decidí a mirar...
Rak estaba echado a lo largo de Oranie. Su colosal cuerpo cubría las regordetas formas de nuestra cocinera. ¿la había ahogado? ¿quería devolverle el calor de la vida? ...Sólo los muertos pueden permanecer tan inmóbiles. Había visto ya muchos muertos, embalsamados en los osarios de cristal de un monasterio. Grité, corrí hacia la puerta de entrada de la tienda y tiré del cerrojo para salir y pedir socorro. En ese momento, por fin, se abrió la puerta de la trastienda. Kéraklès salió titubeando, con el pecho desnudo. Esta vez se había quitado la túnica de Neso, y por eso, sin duda, se mostraba tan fuerte y temible. Avanza hacia mi como una roche y apoya su enorme mano -una mano de piedra- en mi boca.
-¡Quieres callarte, tontita! Oranie y yo, nos hemos ido al cielo, eso es todo. ¿no has leído en la Biblia la historia de Adan y Eva?
Indecisa, hice "no" con la cabeza.
-¡Ah, claro, tú eres una pagana!
Sacó de un cajón un viejo libro grasiento y se echó a reir.
-¡Toma, dijo, mira los dibujos. Es la Santa Biblia, que conservo desde el colegio.
-Oranie, pregunté a la vuelta, dime, ¿por que se grita en el cielo?
-Porque los seres humanos no lo soportan. Además, han hecho todo lo posible para que se les expulsase. Lo leerás en el librito.
-¿Rak grita siempre así cuando estáis en el paraíso?
-Acuérdate de la historia de la madre Schick. Cuando Blitz engendra a su potrillo, mugía tan fuerte que temblaban las montañas.
-¡Si, la tienda también tembló! Pero vosotros no habéis ingendrado un potrillo...
-No, preo es así como se hacen los niños.
-¿Co...mo!
Entonces Oranie me explica, simplemente y sin falsa vergüenza como una sana chica del pueblo:
-Cuando el hombre le quita el camisón a la mujer.
No me atrevía a preguntar más. Pero este primer encuentro, este choque dinámico con el amor, me deja tan perpleja que no dejé de estrujarme la mollera con este tema.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La pasión según San Mateo

Muchas veces las relaciones entre los seres humanos se sostienen en malentendidos. Por ejemplo, Knall y yo, acabamos por convertirnos en buenos amigos. Ya que es a él a quen debo el haber encontrado en lo más profundo de mi angustia o que incoscientemente llamamos Dios, de haber percibido la música de las esferas bajo un cielo, sin embargo, cerrado. Es a él a quien debo la exaltación más inquietante de mi infancia: "La Pasion según San Mateo". Tengo que decir que a partir de ese día, Knall ya nunca más me levantó la mano. Seguía manejando la regla para persuadir a mamá de sus cualidades de profesor. Pero ya nunca más me tocó esa vara, ya nunca más mi hirío moralmente, ya que el gesto me humillaba más que los golpes.
Pero ya lo anticipo: ¡que importa!
Acababa de cumplir diez años. El Maestro de capilla había explicado a mamá que, para mi formación musical, era indispensable hacerme escuchar la célebre obra de Juan Sebastian Bach. Entonces, podría, con conocimiento de causa, tocar las fugas y los preludios del maestro.
En nuestra ciudad, la ejecución de la "Pasión según san Mateo" ten´nia lugar todos los Viernes santos y se ensayaba durante mucho tiempo como un evento extraordinario. La competencia de los vocalistas se discutía con meses de anticipación. La primera parte comenzaba al comienzo de la tarde, luego, después de una pausa bastante larga, para permitir la recomposición del público, la segunda parte, todavía más dramática, duraba hasta la caída de la noche.
Yo no había pestañeado ante la propuesta de Knall, para no delatar mi entusiasmo: así mi padre podía pensar que sería un incordio para mi escuchar durante cuatro largas horas esta música espiritual, tan austera y solemne.
Qué extraña paréja la que debíamos hacer, el gnomo hoffmaniano, tocado con sombrero de copa, de la mano de una pequeña pelirroja con cara transparente de emoción, vestida de negro como una huérfana, puesto que para la ceremonia, todo el mundo debía vestirse de negro.
Permanecía en mi asiento, muy prudente y derecha, mientra mi corazón me latía en la garganta.
Apenas escuché el primer sollozo del coro, ya supe, sin ido jamás a catequesis, lo que significa la palabra "Dios". Estaba sobre las huellas de lo Eterno. Surgía de esta música, venía a mi en una presencia más real que en el perfume de una rosa.
En lo alto, en el escenario, seres humanos cantaban con las gargantas de los ángeles. Me diluía, liberada, muerta. Me sentía en comunión con todos los que jamás habían sufrido.
Era la salvación, el refugio en el que nadie podría alcanzarme.
A partir de ahora, mi madre podría atormentarme, flagelarme, martirizarme: estaba a salvo en el trampolín del infitino. Estos sonidos jamás podría arrebatármelos, se repitirían en mi, tantas veces como yo quisiera! La grave voz del órgano cubriría los gritos de mamá sin que ella pudiese percatarse de ningún ruido.
Nadie escucharía cantar en mi el lamento de las hijas de Sión: "Veniz, hijas mías, y llorad conmigo.
La suavidad de los violines que acompañaban al recital me conmueven hasta lo más profundo de mi recóndita existencia. La fe, la humildad, la piedad, todas las grandes virtudes que un genio sabía expresar, me fueron releveladas por vez primera. Cerré los ojos y contemplé el firmamento. Nunca había estado tan estrellado. ¿habría entonces que cerrar los ojos para empezar a ver?
Lágrimas de felicidad resbalaban hasta mi falda. No podía moverme, por eso no podía coger mi pañuelo. Me agarraba a las notas del órgano como a un ancla divina para no ahogarme en la marea de beatitud. Pero la emoción se redoblaba. Se me escapaban sollozos a cada momento, las lágrimas me inundaban.
Knal me da un codazo y susurra:
-¡compórtate por Dios!, Silencio, o nos echará de la sala.
Obediente, intenté recuperarme. Acostumbrada a mantener mis gritos en suspenso, no conseguía reponerme. Y entonces finalmente una mágica voz de alto se eleva en semitonos cromáticos sobre un adorable ritmo a tres tiempos, transportada po rla orquesta y dos flautas celestes:
"El remordimiento, el remordimiento carcome mi culpable corazón..." perdí absolutamente el control de misma y rompí a llorar con grandes convulsiones. Este delirio se colaba a mi corazón por las orejas, se convertía en una corriente de sollozos. "chist, chist", hacían lo de alrededor. Knall me agarra por la mano y me arrastra hacia la salida. Al llegar a casa nos detuvimos. Me sacudía, pero yo no lograba contener mi llanto.
-Ei, ei, por Dios...escuchaba lejano el retumbar de mi profesor. Su voz no tenía el timbre habitual.
Yo aguadaba desaires, reprimendas, vejaciones. Y de repente sentí como sobre mi cara pasaba un trozo de tela áspero, que olía a tabaco y catarro crónico: el pañuelo del Maestro de capilla.
Enjuagaba mis lágrimas. Abrí los ojos. Alrededor de su boca, siempre tan dura, del anciano, percibí una sonrisa paternal y compasiva.
Entonces, desbordante de amor por todo ser vivo, me inclinaba sobre esta vieja mano de marfil, esculpida en finos relieves por la gota, y la besé.
A partir de entonces aquella mano ya no volvió a levantar la regla.


martes, 5 de noviembre de 2013

Knall

Por esta época, dieron comienzo las lecciones de piano dos veces a la semana. Desgraciadamente, advirtieron que era sensible a la música. Pero incluso si no se hubiesen percatado de ello no me habría librado de las lecciones de piano. La mayoría de los niños burgueses de esta época ese veían obligados  a golpear las teclas negras y blancas. Incluso a Alf, que había disimulado magistralmente una falta total de sentido musical, le arrastraban por las orejas hasta ponérselas como apagavelas. Así tenía mamá la seguridad de hacer accesible a su hijo a las ondas sonoras.
El martes y el viernes, días de lección de música, yo me despertaba con fuertes latidos. Al miedo habitual se unía otro, el miedo al maestro de capilla Knall. Nunca se hacían tan rápido las once de la mañana como los martes y los viernes. Es difícil imaginar una figura más extraña que la de Knall. Parecía salida del cuento de Hoffmann: Petit Zaches. Jorobado como él, totalmente enconvado hacia adelante, un sombrero alto cubría su enorme cabeza, una mano en la espalda, la otra apoyada en un grueso baston, con el que a cada paso parecía sacudir la medida de un ejercicio musical, así hacía su entrada en nuestro apartamento. A decir verdad, se desprendía del sombrero alto y del bastón en el vestíbulo, pero mientras se dirigía hacia el salón, yo escuchaba todavía su bastón martillear el suelo. Si, el bastón avanzaba hacia mi, no el profesor.
Saltaba de mi taburete de piano, que se había puesto sobre un bloque para permitirme acceder al teclado. Y hacía una profunda reverencia:
-Buenos días, señor Maestro de capilla:
-Buenos días Clarisse. ¿y bien? ¿te has metido en la cabeza la escala en "la" menor?
 Por supuesto que no. No me la había metido ni en la cabeza ni en los dedos. Claro que un poco antes del toque de campanilla del profesor, la escala se desgranaba perfectamente. Pero ahora me parecía que la sordidez de su mirada supuraba tras su monóculo sobre mis manos. Mis dedos estaban empapados. Me los secaba a hurtadillas con mi faldita pero era peor todavía. Y además empezaba a helarme.
Oh, aquellos ojos! Giraban en sus órbitas, que parecían las gominolas de menta, verdes y pegajosas, que Oranie me regalaba en ocasiones.
El maestro de capilla blandía su regla como una batuta. Mamá le había ordenado que diese sus lecciones con la regla en la mano. Se duplicaba, triplicaba, decuplicaba de tamaño. De pronto eran cincuenta las reglas que bailaban ante mis ojos y las que provocaban mi primer error.Y entonces recibía el primer golpe en mis nudillos. Saltaba, aunque, desde el comienzo de la lección no hacía más que aguardar el golpe. La escala en "la" menor se me aparecía como una sucesión de sonidos lamentable y dolorosa.
-Más rápido, más rápido...
Se acercaba a mi. Intentaba desviar la cara, para que desapareciese la regla de mi campo visual. Y al mismo tiempo me mareaba porque el haliento del maestro de capilla era asqueroso.
Pero, incluso con los ojos cerrados, veía la regla. Un error...otro más. La regla caía sobre mis dedos con golpes repentinos. Todo se nublaba. Las teclas blancas se mezclaban con las teclas negras y laas teclas negras con las teclas blancas. No podía calcular las distancias. Imposible encontrar el sol sostenido. La tecla negra avanzaba hacia mi ojo, o se perdía en perspectivas nebulosas. Fue una catástrofe.
Ahora la regla golpeaba alternativamente sobre mi mano derecha y sobre mi mano izquierda. Cuando no pude más, solté las dos manos al aire, escondí mi cara y me desplomé sobre el teclado, de manera que mis sollozos se acompañaban de disonancias agudas. Las lágrimas se colaban entre mis dedos sobre las teclas.
-¿Su señora madre está en casa?
Yo señalaba que no.
-¿Debo de advertir a su madre?
-Perdon, señor maestro de capilla...lo haré mejore...pero me duelen los dedos.
-Bien, dejaré la regla. Probemos una vez más.
Knall no era del todo cruel, pero mamá lo había pervertiro. Es cierto que le gustaba torturar, a veces tenía arranques de piedad. Yo pensaba: un hombre que es responsable del órgano de la iglesia de Santa ana no puede ser malo del todo. Además, era pobre. Y se le pagaba mucho menos por las lecciones que nos impartía que por los golpes con que las acompañaba.
La regla permanecía sobre el tapete de felpa que cubría el piano, al lado de las fotografías de la familia. Yo lanzaba miradas suplicantes al reloj de péndulo que las dominaba. ¡Cómo bendecía a ese carrillón de Westminster tan odiado habitualmente! Pero quedaba mucho para que dieran las doce. Las fotos de familia me observaban hipócritamente. La buela, que antaño agarraba sus niños para azotarlos, y las hermanas de la abuela, con sus ojos de piedra y sus duras bocas parecían fieros mariscales del hogar, a cada cual más temible. En resumidas cuenta, toda mi familia materna estaba allí, en los cuadros de cuero recargados de adornos, y me escuchaban tocar sin piedad.
Sus marcos resonaban maléficamente con cada nota. Parecía una audición familiar, las dentaduras de mis tías con sus dientes de oro castañeando al ritmo. ¿Podía esta escala en "la" menor disfrutar de un acompañamiento más espantoso?
Subiendo, la escala salía más o menos bien. Pero cuando bajaba, las fotografías se ponían en movimiento, sobre todo la de mi abuela, cuyo fondo se componía de extraños animales estilizados. Sólo la abuela podía producir ese rugido burlón y amenazador. Espera ¿no está saliendo del cuadro? Sus ojos me atravesaban como acerados puños. La boca no era más que un rasgo delgado, como el de mamá. Atraía magnéticamente mi mirada y ordenaba: -Vuelve a bajar...vuelve a bajar, hasta el final! mandaba el profesor. La abuela comenzaba a vibrar. Parecía el zumbido de un tábano rabioso. Me irritaba ante el "sol sostenido" como un caballo de carreras ante un obstáculo..
-¡Baja, demonio del Señor!
El antiguo suboficial resucitaba en el alma de Knall. Todas las teclas resbalaban bajo mis dedos, tocaba en falso.
En este momento se abría la puerta: mamá. Había vuelto un poco antes que de costumbre de su paseo matinal. Saltaba del taburete y me ponía a salvo.
-Buenos días señora!
El señor Knall casi tocaba el parquet con la cabeza, esa gorda cabeza del gnomo Mime de "El anillo de los Nibelungos" de Wagner.
Los ojos de fuego de mamá emitían destellos: en mi cara había restos de lágrimas
-Y bien, ¿qué tal el trabajo?
-Aceptablemente, señora
-No me lo parece. Aquí se ha llorado.
La mirada de mamá me envolvía como una boa que ahoga con sus anillos a su víctima.
-Si, ha tocado "sol natural" en lugar de "sol sostenido".
-Distraída, como siempre. ¿y entonces, señor Maestro de capilla, por qué ha dejado la regla? Sin severidad no hay progreso posible con esta pequeña. Es demasiado distraída. Creo, Clarisse, estudiaremos juntas la escala en "la" menor.
Debí de dirigir una angustiosa mirada a Knall puesto que intentó incerceder:
-Al contrario, interpreta las escalas mayores admirablemente para su edad.
Pero esta actitud no compensaba a los ojos de mamá mi incapacidad con respecto a las sentimentales escalas menores...
-Ven Clarisse! Le mando a Alf en lugar de este pequeña perezosa, señor Maestro de capilla.
En el dormitorio, mamá tomaba su vara y ordenaba:
-¡la mano derecha!
Yo se la tendía temblando.
-La palma no. ¡vuelve la mano!
Y se ponía a canturreas: -La, si, do, ré, mi, fa, sol sostenido, la... y el silbido de la baqueta puntuaba cada nota.
¿Quién no se hubiera convertido en músico con este método?
Después le tocaba a la mano izquierda. "Estudíabamos" así durante mucho tiempo, tanto que dejaba de cantar con mamá.
La escala en "la" menor me costó así grandes moratones azules que conservé durante semanas en los huesecillos de mis manos.