viernes, 8 de noviembre de 2013

Amenaza de incendio

Habían programado una alerta de incendio en el colegio. Nos habían designado pare este ejercicio como si fuésemos reclutas. Desde la primera campanada la consigna era dejar en los pupitres los libros, cuadernos y portaplumas. Un minuto después debíamos entrar de dos en dos en el patio en una fila impecable.
Teníamos que imaginarnos que se había producido un incendio en un ala cualquiera del edificio, por ejemplo, en el pequeño anfiteatro de la sala de historia natural. Ardillas, zorros y lechuzas desgastadas por las miradas de incontables generaciones de niñas y ajadas por la carcoma se volvían incandescentes y derramaban a su alrededor un resplandor de fuego de Bengala. Los mapas, rosas y azul cielo, colgados del muro, se enrollaban sobre sí mismos bajo el efecto del calor. ¡que increíble acontecimiento! Ni nuestro país se libraría de las llamas! Pero habían dado un pequeño rodeo. ¿todas esa imponentes fortificaciones, puestos de guarnición, plazas militares, líneas de ferrocarril estratégicas, provistas o no de vigilantes, todo tenía súbitamente que reducirse a cenizas? ¿para qué tuvimos entonces durante semanas que aprendérnoslas de memoria?
El fuego podía producirse también en la biblioteca. Miles de volúmenes cubiertos de telas de araña geométricas olían allí a moho, y me recordaban a la biblioteca del Doctor Fausto, que había visto en el teatro de marionetas.
En resumen, se nos había alimentado la imaginación día tras día que no hablábamos de otra cosa que de ese incendio. En los pasillos del carcomido e infecto edificio, sentía flotar el olor a azufre, como bajo la lluvia de fuego de Sodoma y Gomorra. Y al igual que en el siniestro cuento bíblico, nos estaba terminantemente prohibido darnos la vuelta durante la alerta. Cierto, no nos transformaron en estatuas de sal, pero fuimos amenazados con castigos ejemplares, si al menor titubeo interrumpíamos la maniobra.
Ya no dormía. Hasta en mis sueños todo ardía sin cesar. Los coches rojos de los bomberos bramaban al pasar. Sus escaleras de rescate atravesaban el techo y subían hasta el cielo. Sobre estas escaberas de Jacob, los ángeles se dedicaban a sus acrobacias. Una bella mañana, mientras que en mi imaginacion el colegio fuera durante mucho tiempo un montón e escombros humeantes, el toque de alarma nos hizo estremecer. Durante todo el ejercicio, las vibraciones de este toque de campana irritaron nuestros oídos.
Instantes después, formamos en el patio, alrededodr del director, círculos perfectos. Inmóvil, como un monumento, justo en el medio, como si hubiese calculado la distancia que le separaba de los cuatro muros el "Rex", como nosotros lo llamábamos, no parecía percatarse de las elipses y círculos que dibujábamos a su alrededor. El lobo de nuestra sala de historia natural tenía los mismos ojos de vidrio, fijos y crueles. Su blanca melena, cortada al cepillo, era más de yeso de de una materia viva.
De su boca emanaban, como de un altavoz, órdenes automáticas:
-¡cabeza izquierda! Trescientos pares de ojos miraban a la izquierda.
-¡cabeza derecha! Trecientos pares de ojos miraban hacia la derecha.
Así hacen los ojos de percelana de las muñecas articulads.
-¡Adelante, en marcha!
-¡Nada de gimnasia, punto de dirección, la puerta!
-¡A la derecha, en alineacion!
-¡Media vuelta, derecha!
-¡Marquen el paso! ¡en marcha!
-¡A la derecha, derecha!
-¡A la izquierda, izquierda!
El director había olvidado que no éramos soldados sino niñas pequeñas.
-¡A las escaleras!
Trepamos como los gatos.
-¡Atención al fuego! ¡Delante de ustedes!
La columna se dirigía hacia el porche de la capilla.
-¡Alerta al fuego! ¡Detrás de ustedes!
El regimiento infantil volvía la espalda a la hoguera.
La palabra "fuego" empezó a hacer mella en mi. Creí en el incendio. Toda esta grotesca reorganización que nos obligaba a comportarnos como maniquíes, no restaba nada, en mi imaginación, al poder mágico del elemento que conjurábamos. Veía nubes de humo subir por los enrejados del trabaluz del calabozo del sótano. El pavoroso estrépito del toque de alarma excitaba mis facultades inventivas. Me envolvían vapores mefíticos. La autosugestión transformaba el fuego ficticio en fuego real. Y de ello resultó que no escuché la última orden:
-¡Atrás, en marcha!
De repente me encontré sola en medio del patio y sentí sobre mi espalda la mano de hierro, la mano todopoderosa del director. ¿dónde estaba el fuego? ¿por qué no venía en mi auxilio? Escuché entre el zumbido de la campana:
-Falta de disciplina al orden...Aviso a los padres...
Me quedé allí, petrificada, una verdadera estatua de sal.
-¡Descansen!
Me tambaleaba. Los muros, el suelo, la escalera se cubrían de avisos de amonestación, aquellas espantosas notas de papel que había que devolver firmadas por los padres. ¿y si le prendía fuego a la escuela? Me escondería en cualquier parte y me quemaría viva, de pies a cabeza. Pero había bomberos en el pasillo que quizás me salvasen. Fuego...agua...¿para qué servía entonces el canal?
Ya estaba viendo al cartero llamar a nuestra casa, llevando el sobre...mi madre abriéndolo y llamándome...pero yo...inaccesible al castigo, dormía acunada por las aguas del canal. el cartero...¿no había sorprendido ya a Alfren como un día sacaba con una aguja de calcetar un sobre de nuestro buzón?...Alfred me ayudaría a librarme de la nota de castigo. Retomé el coraje. El canal esperaría hasta mañana.
-¡No te preocupes hermanita! "La señora Nerón" no sabrá nada.
Alfred reía con despreocupación:
-Todo irá bien, y yo firmaré ese papel mojado.
Querido Alf! A partir de entonces -cada vez que veía una llama o cuando enciendo una cerilla, me acuerdo de lo que hiciste po rmi, y lo que te costó querer salvarme de la hoguera de un fuego imaginario!
La nota de castigo, con la firma paterna disimulada por Alfred fue devuelta por él a la dirección del colegio.
Dos días, tres días transcurrieron, y pensamos que todo estaba arreglado. La cuarta mañana -la clase ya tenía que haber comenzado hacía tiempo- la maestra se retrasó. De repente, se abrio la puerta con una fuerte sacudida. Mi madre estaba allí, en pie, al lado de la profesora, y me gritó con una voz displicente:
-¡bien, Clarisse, alégrate de volver a casa!
Mis pequeñas compañeras me miraron sarcásticamente. Se apoyaban en los codos. Mi vecina puso mala cara y se apartó. Abochornada como si me cubriese un manto escarlata deseé con todas mis fuerzas colarme por una ranura del entarimado hasta el calabozo subterráneo. Me vi otra tres tendida al fondo del canal. ¿pero qué le pasaría a Alfred?  No, no podía abandonarle de forma tan cobarde.
Desde la puerta cochera escuché como Alfren gritaba con una ronca y alta voz:
-No...non...iré a comisaría....por favor...a la comisa....
Corrí al dormitorio.
Mamá, todavía con el sombrero y el abrigo, golpeaba con su paraguas a Alfred, inundado en sangre que salpicaba de una de sus orejas hechas trizas.
¿un paraguas? La bonita empuñadur de marfil, adornada con cuatro elefantes es había arrancado. La seda, hecha jirones, sólo conservaba unas cuantas varillas. Esas barras metálicas golpeaban sin cesar al chico indefenso, que todavía empeoraba su situación profiriendo la amenaza: "Policía2.
Me precipité sobre mamá y grité agarrándome a su brazo:
-¡Oh! Que cruel eres...eres demasiado cruel...nunca te perdonaré...nunca por haber hecho tanto daño a Alf...
El paraguas amortiguó mis palabras.
A partir de este día, la frente de Alf estuvo adornada con una gran cicatriz. Cada vez que mi mirada se tropezaba con esa marca en forma de estrella, sentía que me inundaba un sentimiento indefinible: el odio.
Del asunto del paraguas jamás pude recuperarme.

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